La joven Miriam se aprieta
contra su marido buscando disminuir la sensación de frío que la agarrota.
Apenas tiene libertad de movimiento en
su estrecho espacio. Intenta dormir, sin lograrlo. Sueña que algún día
cambiarán las cosas, que será madre y que traerá a este mundo (cochino mundo)
una nueva vida, la de un hijo que les dé a ambos ilusiones y esperanzas
renovadas. Pero hoy su entorno es cruel, despiadado y tendrán que esperar para
ofrecer a su niño alguna posibilidad de vida digna, aunque minúscula.
Pepe, su marido, es
fuerte, grande como un armario y honrado y buena persona a partes iguales.
Miriam se siente junto a él muy protegida. La rodea con sus brazos y sus
cuerpos se funden bajo las dos sucias mantas que, a duras penas, les cubren.
Todo cambió en la primavera
última. El señor Fusté, dueño de la carpintería metálica del mismo nombre y
empresa en la que trabajaba Pepe, después de una larga y desigual lucha contra
la crisis, no pudo prolongar más su agonía como pequeño empresario y, abrumado
por el dolor, dio el cerrojazo a un negocio del que él era la tercera
generación. Pepe y tres compañeros más se quedaron en la calle. Él y su amigo
Teodoro no tuvieron derecho al paro. La pareja se vio sola, con algunos
familiares tan necesitados como ellos y un puñado de amigos que lo fueron hasta
que terminaron los tiempos de bonanza y la cosa comenzó a ponerse fea. ¡Ten
amigos para eso! Además, Pepe se negó a pedir ayuda y, no por soberbia, sino
por dignidad. Nadie se acercó a la pareja para darles su apoyo, ni económico,
ni de ningún otro tipo.
Solamente el Banco X
mostró interés por la nueva situación de Miriam y Pepe, aunque más, sin duda,
por la hipoteca de su hogar que habían contraído con la entidad cuando aún eran
novios. El empeño y ensañamiento fue tan grande, tan cruel, que a principios de
noviembre una sentencia, a modo de aquel decreto del Emperador Augusto (1) les
obligó a salir de su casa desahuciados. Creyentes ambos, incluso practicantes
ocasionales en un mundo tan secularizado, han recordado durante este tiempo y
en muchas ocasiones que Don Benito (el
párroco del barrio y hombre tan bondadoso como hace presagiar su nombre) en una
Eucaristía dominical leyó y explicó una historia sacada de algún libro de la
Biblia en la que se narra como un gran señor perdonó a uno de sus siervos un
inmenso capital y éste, tras ser indultado,
exigió un par de billetes prestados con anterioridad a un colega (2). La
historia se repite. Miriam y Pepe no entienden. Jamás entenderán, por muchas
explicaciones que sesudos, fríos e inhumanos economistas les quieran dar. Habiendo
recibido los bancos estratosféricas ayudas con el dinero de todos a lo largo de
estos años de crisis. “¿Cómo nos han hecho esta canallada por menos de 32.000
€ que nos faltaban para terminar la
puñetera hipoteca?”
Llevan varios días de
camino. No sabrían precisar cuántos, pero suficientes para estar totalmente extenuados.
Hoy han llegado a esta ciudad, camino hacia ninguna parte. No será la última,
seguro. Su apariencia y, sobre todo, la falta casi total de recursos, ha hecho
que no hubiera sitio para ellos ni en la pensión más cutre. Y… ahí están abrazados
y dándose apoyo y calor, el uno al otro
y el otro al uno, en el reducido habitáculo del cajero de otro banco. ¡Qué más
da el nombre! A ambos lados de sus abrazados cuerpos dos cajeros expendedores,
a modo de mula y buey, acompañan con su frialdad metálica, que no con su calor.
En su interior, al lado mismo de ambas cabezas, como con ostentación y
prepotencia, el dinero… de otros, de desconocidos. Dinero, cuya falta les ha
traído a ellos hasta aquí.
La cama es bien simple:
unos delgados cartones separan sus fríos cuerpos del helador suelo. Esa es su actual
casa. Una casa de cartón y, es así, seguramente,
porque otros, ante la desgracia de los demás, se enrocan, contra viento y
marea, en su corazón de… cartón-piedra. ¡Eso es vivir con los pies en el suelo de la dura realidad! Sin edulcorantes:
camas, jergones o gruesos y cálidos
(1)Hace
referencia al decreto del emperador Augusto mandando realizar un censo del
mundo entero y que hizo salir de su casa de Nazaret a María y José. Luc. 2, 1-2.
(2)Miriam
y Pepe recuerdan vagamente y sin precisión la historia que aparece en Mt. 18,
23-33.
colchones que suavizan y
distorsionan la triste situación de mucha gente arruinada por esta crisis de
mierda.
Pepe tiene necesidad de
salir a mear y avisa a Miriam de que vuelve pronto. Fuera hace mucho frío. Su
aliento y orina calientes se ven envueltos de un vaho al chocar con el ambiente
helador. Piensa que él tiene en su interior mucho calor y amor para dar a los
demás. Ve las luces de las ventanas de los edificios más próximos, como bolas
de gigantes árboles de Navidad. Oye risas, cantos de villancicos. A estas
horas, todos comparten pantagruélicas cenas que en ningún hogar podrán terminar.
Recuerda sus navidades infantiles y siente nostalgia, mucha nostalgia.
Antes
de volver con Miriam, observa al cielo, pero no ve ninguna estrella que pueda
hacer de guía hasta su cajero a posibles magos o samaritanos. La sociedad de
consumo y la abundancia, las luces en los tentadores escaparates de las ciudades
han borrado de un plumazo las estrellas del cielo. Estas han huido de las
grandes urbes y sólo se dejan ver en los ambientes rurales y sencillos. Pero
¿para qué quiere ya la gente contemplar los millones de estrellas que parecen
haberse ido a otro lugar? Ya tiene sus televisiones. Sin apenas dirigirse la
palabra, todos acuden en torno a los aparatos; tan dependientes como lo son los
insectos ante las nocturnas luces de las farolas callejeras que los hipnotizan
cada noche para acabar, a la mañana siguiente, abrasados y muertos a los pies
de las mismas luminarias.
Y…
en esa noche del alma, en esa oscuridad en la que nada parece haber, Pepe sabe
que existe alguien que le quiere, a Miriam también. En realidad, a todos los
hombres de buena voluntad. Así lo aprendió de su madre cuando niño y así, a
pesar de todo, lo cree también hoy. Unas lágrimas saltan de los negros ojos de
este hombre-armario. Vuelve a su refugio intentando que Miriam no descubra su
debilidad. Su mujer se alegra al tenerlo junto a sí y con la mayor dulzura, le
susurra antes de intentar dormir:
-
¡Feliz Navidad, amor mío!
-
Princesa, te deseo ¡Feliz Navidad! También
nosotros la vamos a celebrar. Mañana no
abrirán esta oficina y no creo que la gente madrugue demasiado, así que
podremos estar más rato juntos, durmiendo uno al lado del otro.
Gracias
Antonio por compartir este relato con todos nosotros
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