LA VIRGEN DE NAVAS DE TOLOSA



Si en otra entrada hacíamos una aproximación a la representación de la Virgen desde la óptica del genial Leonardo da Vinci, hoy haremos lo propio, pero retrotrayéndonos unos cuantos siglos. Nos vamos al románico para hablar de una talla pequeñita pero representativa, la Virgen de Na
vas de Tolosa.
La podemos ver en el Monasterio Cisterciense de Santa María de Huerta (Soria) donde está enterrado el arzobispo Ximénez de Rada. Según relata la tradición, Ximénez de Rada la llevaba a caballo en la decisiva batalla de las Navas de Tolosa (1212), punto de inflexión de la Reconquista, que a partir de entonces sería siempre favorable a los cristianos. Después de esa batalla, los cristianos le pusieron en agradecimiento el nombre por la que hoy se le conoce.
Mide cincuenta y nueve centímetros. Se talló en madera y fue policromada pocas décadas antes del choque, hacia finales del siglo XII. Es decir, su factura se inscribe en el pleno románico, que ya desde el siglo pasado ha conocido una enorme expansión gracias al Camino de Santiago. Será el primer gran arte europeo, pues incluso con sus peculiaridades regionales, unificará los criterios estéticos de toda la cristiandad.
No es una obra famosa pero sí arquetípica, pues condensa las características principales de las Vírgenes románicas. De todas ellas, la que más nos puede llamar la atención, la más notoria, es su poco naturalismo. ¿Por falta de calidad técnica del autor? En absoluto. El motivo es que los escultores románicos rechazaban frontalmente la noción de representación realista. Es un irrealismo buscado, pues de lo que se trata es de representar un símbolo. Y ese símbolo está más allá de la realidad física. Por eso la anatomía, los ropajes y las expresiones de los rostros están muy poco definidos en sus detalles, por eso el movimiento no existe apenas. Esa poca definición es necesaria para representar la idea que se busca: el alejamiento de lo terreno, la espiritualidad.
En este caso nos encontramos con una escultura de bulto redondo (es decir, exenta, no formando parte de la arquitectura como un capitel o el relieve de un tímpano) en la que encontramos la representación más habitual de la Virgen en la época. Ella aparece sentada con el Niño en sus piernas y bendiciendo, incluso se podría decir que forma una especie de trono. En este caso los vemos sosteniendo el Evangelio, aunque también son muy habituales las esculturas en las que sostiene la bola del mundo en la otra mano. La simplicidad y la economía de recursos se aplican a la composición pues, como podemos apreciar, la imagen es de una gran frontalidad, otra de las características de la escultura románica. Conforme se vaya produciendo la transición al gótico los movimientos serán más fluidos, los detalles más minuciosos y la comunicación entre Madre e Hijo cada vez más afectuosa.


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