Venía, desde niña, de la parroquia de Nuestra Señora de
Begoña, en la calle Daroca. Comunión, bautizos de mis hermanos, Confirmación,
inserción en el grupo juvenil. Aquí al lado. Veinte años antes, se había dado
ya el mismo esquema que más tarde configuraría nuestra parroquia de la
Presentación de la Virgen: una pequeña parcela del barrio de las Delicias, que
luego sería iglesia y después templo más grande; sacerdotes aperturistas,
enamorados del Concilio Vaticano II; papel de los seglares cada vez más marcado;
advocación mariana. Los felices ochenta.
Con esa misma frase, comenzaba Miguel a escribir en
nuestro blog parroquial: “La construcción del Salón Parroquial es un balón de
oxígeno para la actividad pastoral. Se realiza en el patio de la parcela, con
entrada por la calle Díaz de Mendoza, 20. Se inaugura el Domingo de Pascua. 6
de Abril de 1980” (“Nuestra pequeña historia V”). Me lo había perdido; no había
conocido la importante labor social de las Hermanas de Jesús Maestro, ni los inicios
de la comunidad parroquial. Aunque no, simplemente había vivido aquello mismo
en un lugar paralelo.
Para mí, eran los de la Bozada, que decían la misa de
los domingos en los bajos de los Padres Camilos, que tanto me ayudaron, allá
por el 82. Obviamente no podía acceder. Pero en la vida de cada hijo de vecino
se van cruzando cables y acontecimientos, que nos conducen a buen puerto seguro
y a las manos del mejor pastor.
Sería a mitad de los noventa cuando comencé a frecuentar
la Presentación. Dos curas ya mayores, de cabeza cana. El uno, tranquilote y
bonachón, que transmitía paz y ponía el alma en cada palabra, en cada gesto:
Ángel Moros. El otro, vivaracho y fresco, todo pura energía, nervio vivo:
Miguel Peña. Un tándem perfecto, equilibrado. El retablo central dedicado a
María y el mural del Vía Crucis en la capilla, de Martín Ruiz Anglada, me
fueron atrayendo; lo mismo que la estructura tan amplia y luminosa del templo,
que después he sabido en forma de abrazo. Reconocí enseguida aquella veta
interior que era la mía propia, en una etapa sedienta de oración y sacramentos.
El catalejo nos va aproximando hasta Miguel. Su nervio
se deshacía en ternura íntima cuando te confesabas o hacías una consulta.
Maestro de la escucha, su oído se abría como el de la Virgen para engendrar a
Cristo en cada corazón. Nos fuimos conociendo, semana tras semana, lentamente. “Te
dejo, Pili. Aquella señora quiere que le dé la absolución”. En su léxico no
entraban vocablos como penitencia, pecado o sacrificio.
Era un cura moderno o, mejor, con los pies en la tierra.
Interpretaba la Biblia desde dentro y con gafas de hoy. No dejaba lugar al
extravío: “Ja ja, no te compliques más. Lo tuyo es escribir”. No se andaba con
remilgos; el amor es siempre amor, entrega, vida.
–Querría dedicarle una misa a la tía Rosa, la siento
aquí. –¿Pero ha fallecido ya? –Sí, pero la siento en mí. –Estará siempre a tu
lado, como mi madre cuando se marchó. La sentí más viva que nunca. Con la tuya
también te pasará. Ellos siguen ahí, formamos todos una comunión.
Se sorprendía como un niño ante el misterio y la
maravilla del sufrimiento. “Estoy acompañando desde hace meses a una señora.
Chica, ¡con qué entereza vive la entrega a su hija discapacitada intelectual!
Te deja alucinado”. Tuvimos la suerte de que Miguel también nos acompañase en
la despedida del tío Fermín; nos hizo sentir más que una familia.
Se iba dejando sentir cada vez menos, pasando el relevo
en la carrera, digna y delicadamente. Sus ojos se encendían cuando hablaba de
Burgos y su familia. Agradecía cada cumpleaños, y sus bodas de oro, tan
sencillas. Se iba dejando diluir, como la sal, como una gota de agua en el mar.
“Mira, los jóvenes se encargan de los bautizos. A mí me dejan a los enfermos.
Cosas de la edad”. Y se reía.
Podías encontrártelo en un concierto de Amancio Prada o
en el teatro. Seguía cogiendo el autobús, de un extremo a otro. No podía parar.
Se le quedó la forma del abrazo. También en el perdón
comunitario, en nuestro veinticinco aniversario, en cada uno de nosotros. Si
alejamos otra vez la perspectiva, lo iremos comprendiendo poco a poco. Le sonó
el teléfono y miró su reloj: había quedado para una cita, y a él siempre le
gustaba ser puntual, y que ninguna nota desvariase del conjunto del coro. ¿Qué
veis sobre la cruz? Un lienzo blanco en forma de M, símbolo de la Resurrección
y anagrama de su nombre. Gracias por aclarárnoslo, Miguel.
María Pilar Martínez Barca
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