¿Sabes?
creo que si me preguntasen “¿Cuál ha sido la última vez que ha sentido usted la
acción del Espíritu Santo?” me pondrían en un serio apuro. Suena difícil,
extraño, casi arcaico…
Aunque
si la pregunta fuese: ¿Cuál ha sido la última vez que ha sentido usted el
“Espíritu de la vida”? entonces las cosas cambiarían. Podría responder con lo
que siento en la vida cada día, podría contar ese algo o ese alguien que me ha
consolado, animado, alentado, hablaría de mis proyectos, de mis razones para
vivir, de la ilusión de amar y saberme amado, de aquella movida solidaria de la
semana pasada, de tantas lágrimas compartidas, de ese grupo, de mis amigos, mi
familia, de mi carrera y mi trabajo…
Y
es verdad, Tú estás ahí. Te llamamos “Santo”, como te han llamado a lo largo de
los siglos, no porque estés lejos o recluido en una Sacristía, sino porque das
vitalidad a la vida. Sí, a veces la enciendes como el fuego y la llenas de
ganas de vivir, de utopías y de esperanzas, de música y de fiesta, de coraje
para denunciar las injusticias, de ilusión y de sentido…
Otras,
hablas al corazón, suavemente, como la brisa, o bien lloras en silencio y
compartes callado el dolor de los últimos, los sostienes en tus brazos, y en
sus quejas se escucha el clamor de Dios.
No
es nada fácil hablar contigo, ni hablar de ti ¿sabes? a veces, nos faltan las
palabras, pero ¿Quién puede decir una palabra de amor, si no brota primero de
tus labios? ¿Quién puede pronunciar un canto de esperanza si tú no lo has compuesto?
¿Quién
osaría hablar de Dios y hablar a Dios si tú no pusieses las palabras en sus
corazones?
Tú
alentaste la vida de Jesús, ¿recuerdas? aquella mañana, en la sinagoga de
Nazaret, “El Espíritu de Dios está sobre Mí, me ha enviado para anunciar la
buena noticia a los pobres…”
Sí,
animaste su vida, su palabra, su entrega, le acompañaste callado, respetuoso en
la cruz, sosteniéndole en silencio como sostienes a todos los crucificados de
la historia, y fuiste la energía y la fuerza de su Resurrección.
El
mismo Jesús nos puso en tus manos ¿te acuerdas?... Decía: no os dejaré solos.
Os
enviaré un compañero de camino... No tengáis miedo, él estará a vuestro lado,
os recordará todo lo que os he enseñado, con el sentiréis que yo estoy con
vosotros hasta el fin del mundo.
Y
Tú animaste de nuevo los corazones de aquellos primeros seguidores de Jesús.
Era el día de Pentecostés. En ese día fuiste como el viento capaz de romper
todas las barreras que separan a los hombres. Ese día nos enseñaste un idioma
nuevo que todo el mundo entiende: el amor a la vida, con un vocabulario cálido,
sugestivo, con palabras capaces de tocar el corazón: Tú, nuestro, igual, paz, libertad,
solidaridad… o verbos como respetar, perdonar, compartir, dialogar… Rompiste el
maleficio de la torre de Babel y nos enseñaste a andar el camino de la unidad
perfecta; un solo corazón, una sola alma y los bienes compartidos.
Los
seguidores de Jesús empezaron esta aventura, y fueron creando pequeños grupos y
comunidades. Y con pecados y también, con muchas ilusiones y esfuerzos callados
y compartidos, con tu fuerza y en nombre de Jesús, siguen orando y partiendo el
pan, y sembrando la semilla de la fraternidad universal, para que el hombre no
sea un lobo para el hombre sino compañero y hermano.
Sí,
Tú has cuidado y sigues cuidando de tu Iglesia, a pesar de las arrugas de sus
2000 años, y continúas a su lado, porque creer no es cosa de solitarios…
Pero
también soplas donde quieres, ¿cómo no descubrirte en todos los movimientos
solidarios, en todo el dinamismo del voluntariado, en tantas ONG a favor de la
paz y la justicia? ¿Cómo no descubrirte en tantos hombres y mujeres que aman,
trabajan, comparten, y se desviven por sus familias y sus vecinos?
Gracias
a Ti, oh Dios, te sentimos cerca en las cosas pequeñas de nuestra vida. Desde
el principio de la creación, compañero vital e íntimo de camino, estás a
nuestro lado.
Tú,
Dios mismo abrazándonos y abrazando la vida, Tú, caricia de un Dios que no es
soledad sino misterio de comunión y amor, Tú que eres regaló, alegría y gozo desbordante,
fortalece nuestra debilidad y síguenos sorprendiendo, por favor.
Recuerdo
cuando me confirmé, te imponen las manos, te ungen con aceite y toda la iglesia
reza por ti. Recuerdo esos gestos, esos silencios…
Me
impusieron las manos, como hacían los apóstoles, para hacerme testigo de Jesús
de Nazaret ante mi gente. Esas manos son expresión y signo de una iglesia que
cuenta conmigo para comprometerme a favor de la solidaridad, de la justicia y
del evangelio.
Me
ungieron como a Jesús, llamado el Mesías, el ungido, para ser fuerte, para ser
aroma de esperanza, para sanar heridas, para dar sabor a la vida…
Y
rezaron por mí, para que no me creyera autosuficiente, para que me supiera
siempre compañero de camino en una iglesia que camina.
Y
Tú descendiste, me abrazaste, me acariciaste… como lo sabes hacer, en silencio,
sin grandes milagros…sólo el milagro de tu presencia…Hasta hoy, hasta siempre,
gracias.
Ernesto Brotons Tena
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