y el frío estremecía
las piedras más profundas,
las más débiles ramas.
Estaba yo cuidando del
rebaño
y un halo de azucenas
iluminó el instante.
Húmeda de pavor y
medianoche,
apenas si podía llamar a mis
hermanos.
«¿Qué teméis?»
escuchamos en honda voz de
luna.
«Que la alegría inunde
el corazón del árbol y el
arroyo;
que las campanas toquen
su amanecer de lirios.
Muy cerca os ha nacido aquel
que vuestro Dios
prometiera a la sombra del
manzano.»
Emprendimos la marcha,
en tanto que en mi espíritu
crecía
un mágico presagio.
La cueva era sencilla:
ni tan siquiera un ánfora
donde guardar el vino,
las pajas de un pesebre te servían
de estera.
Un varón te velaba,
y una joven
curvada hacia su luz más
íntima
te mecía con manos
silenciosas.
Prendada para siempre a tu
ternura,
aquellos que escucharon de
mi boca
la hermosa profecía
quedaron como absortos,
tu madre sonreía allá en su
centro.
(María Pilar Martínez Barca,
Flor de agua, 1994).
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